lunes, 16 de julio de 2012

Dejar las tablas por las plazas

Desde hace 20 años que el grupo de teatro callejero La Runfla rompe con el encierro de las salas y apuesta al arte popular en el espacio público.

Txt. Nicole Baler @nicolebaler | Ph. Ezequiel Sambresqui


“En el teatro callejero hay que saber cómo convocar al público que pasa por ahí para transformarlo en espectador y de espectador en partícipe”, arranca Héctor Alvarellos, creador del grupo de teatro callejero La Runfla y director del curso de formación para el actor de espacio abierto que se dicta de forma gratuita en el Complejo Cultural de Parque Avellaneda, cuando intenta explicar cuáles son las particularidades que definen este género. “El espacio público es un espacio en disputa permanente aunque nosotros nos sintamos los dueños del parque. El territorio lo maneja quien lo está usando en el momento”, dispara.

En el Parque Avellaneda, ese espacio verde inmenso que empieza en la esquina de Lacarra y Directorio, en Floresta, pasa un poco de todo: la antigua casona de la familia Olivera hoy devenida en centro cultural, el primer natatorio municipal porteño, actualmente una escuela media con orien-tación ambiental y un tambo en el que se producía la leche para abastecer al zoológico porteño, hoy escuela de teatro y de murga, se articulan en el Complejo Cultural Parque Avellaneda, el único parque porteño con ley propia (la 1.153) que establece un plan de manejo con gestión participativa entre vecinos, organizaciones y el Estado, para administrar y decidir todo lo que allí ocurre.

Con la vuelta a la democracia en los ochentas, los grupos de teatro salie-ron a recuperar las calles que les habían sido prohibidas. “Teníamos una necesidad de volver al espacio abierto después de trabajar en cuevas y escondidos por muchos años. Ahí surge lo que se llamó ‘el movimiento de teatro popular’, un teatro de calidad para que entiendan todos”, explica este hombre que arrancó en el grupo La Libertad, pasó por La Obra y dirige La Runfla desde 1991. “Esa década fue la primavera democrática y recuperamos el espacio público. En los noventas, en cambio, aparece el miedo a la inseguridad que hoy sigue existiendo, exacerbado por los medios de comunicación. Pero también aparecen cosas nuevas como la tele y la computadora, que hacen que los individuos se excluyan. En plena crisis de 2001, el pueblo vuelve a salir a la calle y recupera el espacio por una necesidad, se da cuenta que no daba para más, se junta en las plazas, se arman las asambleas y se retoma el espacio público como lugar de lucha, como siempre lo fue”, reflexiona Héctor. Pero aclara que, aún hoy, “la gente usa el espacio abierto con la misma lógica que el espacio cerrado, porque viene de mucho encierro, cuando tiene una persona adelante, es capaz de no moverse para ver porque cree que ese es el espacio individual de ese tipo”.


Por eso, su último espectáculo quiso romper con la lógica de los horarios típicos y desafió todos los preconceptos de la inseguridad: la versión de Drácula que creó La Runfla estuvo durante dos temporadas todos los sábados a las cuatro de la mañana en Parque Avellaneda, tuvo 480 espectadores el día del estreno y se mantuvo con un promedio de entre 200 y 300 personas en cada presentación. Incluía un recorrido por gran parte del parque y empezaba a esa hora porque la idea era “hacerlo al amanecer, con un Drácula que se desvanecía al salir el sol, así tenía mucha magia y color”. “Pensábamos que no iba a venir nadie y esa cantidad nos desbordó porque no habíamos armado las escenas para tanto público. Más allá de la difusión, el desafío era que la gente viniera a esa hora y viera lo bello que es el parque y amanecer juntos tomando granadina”, cuenta Héctor.

“Con Drácula tuvimos todo tipo de público: la nena que venía a asustarse, los novios, la vieja que pasaba y chusmeaba, los intelectuales, los snobbistas, los pibes que pasaban por el parque, los borrachos y los que venían de la fiesta con la botella de Coca Cola cortada y todos hacían silencio frente a las escenas. Porque cuando algo es impresio-nante tiene ese efecto”, asegura Héctor, para quien “es la violencia de la representación la que por un momento transforma un espacio y lo vuelve mágico. Cuando el actor se está sacando el maquillaje y una bicicleta pasó, todo volvió a como estaba”. 




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