miércoles, 26 de septiembre de 2012

Rafael Spregelburd: “No asociaría independiente con artístico”


En un mapa de la Ciudad de Buenos Aires donde se multiplican las salas de teatro independiente, el actor y director hace una pausa para analizar la situación de la escena porteña.

Txt. Nicole Baler @nicolebaler | Ph. Ezequiel Sambresqui

En el teatro de arte local, lo que las obras parecen tener en común es que funcionan como una fábrica tomada por sus obreros. Si bien no hay unidad estética, la distribución de las ganancias que genera la hora-hombre pone en cuestionamiento otras formas de producir mercancías, más afines con el modelo de producción del neocapitalismo”. Rafael Spregelburd no sólo actúa, escribe y dirige en teatro. Lo piensa, lo critica, ensaya falencias y algunas mejoras. Mientras habla, se propone nuevos debates y se responde. Escuchar esa conversación que mantiene con su propia cabeza tiene el poder de despabilar a cualquiera. 

Desde hace casi veinte años este dramaturgo de 42 años, junto a su compañía de teatro El Patrón Vázquez, sobrevive en esa nebulosa conocida como circuito independiente. Asegura que nunca tuvo que resignar hacer lo que le gusta pero aclara, una y otra vez, que esto es posible gracias a la proyección internacional de su trabajo. Mientras sus últimas obras, como Apátrida, doscientos años y unos meses o Todo (ambas escritas a pedido por instituciones europeas), o una de sus obras emblemáticas La estupidez, que duraba cerca de tres horas y media más intervalo, recorren pequeños espacios como El extranjero o el Teatro Beckett cuya capacidad es de no más de cien espectadores, en Alemania o Francia sus piezas se estrenan en teatros comerciales para quinientos o mil. “Algunas de mis obras son éxitos comerciales en otros países sólo porque no tienen esa distinción prejuiciosa en relación a cuál es el tipo de público de una experiencia o de otra”, explica. 

Su crítica va más allá: “En lugares cuyas culturas están más subsidiadas, el único teatro de arte ocurre en los ámbitos estatales que son los que pueden financiar determinados caprichos o investigaciones. Por lo tanto, se ponen a la vanguardia. Acá parece ser al revés: cierta vanguardia sale de los teatros independientes y rara vez de los circuitos estatales que parecen asumir una cómoda retaguardia en la cual satisfacen las necesidades de un teatro muy ecléctico”. Por eso cree en la importancia de generar espacios “de formato intermedio“ porque en Buenos Aires “se salta de las salas de 80 espectadores a las de 500”. 

Aunque se resiste a largar una definición de ese teatro de arte que él hace y lo apasiona, tiene bastante claro el concepto: “Es aquel en el que las prioridades están más vinculadas con las metodologías del conocimiento artístico que con la producción de entretenimiento. Esto tiene que ver con la preponderancia del proceso por sobre el producto, del camino por sobre el destino, se basa en el uso de la intuición privada, en el error como sistema, en la anticipación a lo conocido, en la búsqueda eterna de las formas nuevas y en la abolición de las modas. El circuito independiente da la libertad de elegir qué procesos y discursos asumir pero yo no asociaría independiente con artístico”. 

Cada vez que Leonardo Sbaraglia rechaza un papel en cine, parece que desliza la tarjeta de Rafael en la billetera del director para que lo llamen. “Ya es la tercera vez que interpreto un personaje que él rechaza”, se ríe. En su paso por la pantalla grande se puede ver un poco de todo: de intelectual snob (ese personaje obsesivo en la entrañable El hombre de al lado) a chongo marinero o, su último personaje en la próxima película de Alejo Moguillansky que estará lista para fin de año, de buscador de tesoros en plena selva misionera. Pero para él, esas son sólo vacaciones: “Como en mis obras yo me escribo y me dirijo a mí mismo, en el cine es en la única modalidad de actuación en la cual no estoy sujeto a mis propias neurosis, mis propios límites y mi propia imaginación sobre mí mismo como actor”.

El cine le permite transitar temas a los que el teatro no le da cabida, como el romance y la aventura, y disfrutar de otras formas nuevas de relato que tardan más en llegar a las tablas. “La novela siempre parece estar a la vanguardia: como todos leemos historias de Murakami ya esperamos lo inesperado, mientras que cuando se va al teatro todavía se ve una fuerte impronta costumbrista, de rasgos de rápida representación del imaginario de la clase media, que es la que lo sostiene en este país”, reflexiona. Por eso, siente que cuando se propone algo novedoso “hay que advertir al público”. 

Busca y encuentra historias en todos lados. A veces siente que aún no es el momento y las deja ahí, esperando. Así fue con Apátrida, su última obra que terminó en El extranjero en agosto y vuelve en octubre a la misma sala, una pieza que escribió recién en 2010 luego de tenerla en mente durante diez años. La idea apareció con la presentación de la tesina de una amiga que encontró en la Biblioteca Nacional las cartas entre el pintor Eduardo Schiaffino y el crítico de arte Eugenio Auzón, un intercambio que se dio a fines de 1800 pero mantiene su vigencia intacta: “El teatro artístico abre el sentido común, ya desangrado de tonterías, y permite que aparezcan otras miradas. El arte históricamente se ha adelantado a las preguntas que su época se puede formular y tiene la capacidad de revelarle a una comunidad de sentido algo que aún ni puede balbucear. Entonces es natural que esté un poco destinado al fracaso”. Aunque durante los últimos años se multiplicaron los espacios teatrales independientes porteños, cree que “no se ve reflejado en un aumento en la cantidad de público sino en la búsqueda de nuevos géneros, nuevos formatos – y concluye - lo ideal sería que esa elite intelectual que disfruta de ir al teatro a pensar y a pensarse, se amplíe, eso hablaría de una sociedad crítica”.


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